jueves, 10 de mayo de 2007

INVENTOS MORTALES DE CADA DIA

Es raro extrañar invenciones como si fuesen prueba rotunda de algo real e inalterable; pero es todo lo que extrañamos. Hubo una hermosa: el “diario de viaje”… muerta hace mucho. En este mundo, no hay más viajes, y en este mundo, los “diarios íntimos” son lindas figuritas para algún álbum no muy caro. La pregunta, emocional impulsiva es “¿qué me quitaron?”. Claro que nadie me quitó nada. Es otra la pregunta que en realidad me causa más angustia: “¿desde dónde me estoy preguntando esto?”. Esa tiene respuesta, horrible para mí, no hay más “dónde”, “dónde” es también obsoleto. Vuelvo como una idiota entonces, ¿qué me quitaron?”.
Intento solo, muy poco armada y poco profesional, descubrir, develar un poco, a “este mundo”. Como gritar piedra libre para mí y para todos mis compañeros. Nada más hermoso.


Voy a inventar un diario de viaje. Tiene dos tubos a forma de larga vistas sin lentes. No son necesarios porque el objeto no tiene uso. De cada circunferencia del fin opuesto a dónde irían los ojos se levanta una antena, o alambre, y arriba, más cerca de un techo, estos alambres sostienen una pantallita blanca que no recibe ninguna imagen. Una pluma de gavilán y tinta china de cualquier color cuelgan de un resorte que sale de uno de los tubos binoculares y rebota constantemente si la persona que lleva puesto el diario de viaje se mueve. Para qué sirve. Un objeto sin uso tiene mucho poder, sino el intercambio de un bien de uso por otro bien de uso jamás hubiese devenido en la adquisición de bienes por bienes de intercambio simbólicos, y permitido construir un mundo. Un revolver cargado es un objeto con uso diría, porque puede matar a alguien. Pero tiene poder como objeto porque también es un objeto sin uso. Matar a alguien de por sí, no tiene que ver con el poder, tiene que ver con un acto de destrucción. El poder del revolver-objeto sin uso, es que mantiene un diálogo constante de todos los objetos significantes en la sociedad, entre ellos y entre las personas. Este diálogo provoca un asesinato, un suicidio, una intimidación; no el fin destrucción de la vida.
Lo feo de estos diálogos, es que creo que ya no participamos de ellos, son el cielo, son nuestras casas, nuestras fiestas, pero no somos nosotros.
Tomo el diario de viaje – que había muerto hace rato – solo para verme ridícula en la calle, o para verme.


*Viaje a EEUU. No hace tantos años.

Walter Benjamin escribió sobre la potestad de la muerte en la segunda guerra mundial.
En algún paso, realmente perdido, con el diario de viaje ridículo puesto a posteriori y maquillaje corrido por lágrimas a posteriori (el maquillaje no las lágrimas), miraba un semáforo colgando sobre una calle perfecta para juntar en dobleces dentro de una caja de juegos tristes. Casas enormes que caben en bolsillos diminutos, cementerios blancos con nieve. Tras las rejas para los muertos, en cada tumba, una bandera norteamericana. Vermont, EEUU. El rollo de mi máquina dice “rollo 2, cementerio con banderas”. Cómo censurar a la muerte, cómo explicarle que en el centro del panóptico puede haber alguien vigilando siempre. Muerte pensá en vos misma… Pero ese frente, todavía necesita guerra, de las viejas. Banderitas clavadas en tumbas, estacas santas, “los muertos son nuestra potestad”. Pero un niño con esa misma bandera no es “propiedad” de ese país. Es “norteamericano”. A un muerto hay que reconquistarlo. Entonces, caminando por esas latitudes, el ridículo diario de viaje me sugirió jugando que la muerte es a la democracia actual, lo que una marioneta en una película de terror es a un niño mirándola. La superstición, la duda, el miedo: Su única oportunidad de sobrevivir. No hay democracia sin esta muerte. La única mentira verosímil que DEBE seguir “eligiendo” algo, ejerciendo el derecho de la democracia, es la muerte.
Esta elección es forzada, por supuesto, es “silenciosa y no dicha”. En estos casos extremos de delirio, cuando el poder de lo no dicho no basta y hay que abanderar TODO, no dejar nada sin nombre propietario, reafirmar el cementerio, tremendos son los muertos no decibles, apestan no por falta de legado, apestan porque son la violencia de la no jurisdicción, miedo crudo y podrido, acusador. O son ellos propietarios, o son el sustento de la amabilidad occidental. Esto es tanto más preferible.


“Las épocas y las mañanas, lejos de mi cuadra. Entonces el lago, gotea de cualquier mapa y acumula patos de otros lugares en su caída. Los micros se inflan en letras caprichosas, un bus amarillo lleva menos al colegio y aleja mi cuadra de cada recuerdo, igual que un colectivo, todos en coalición repentina y casi constante hacia la huella de sus ruedas en calles de lugares e idiomas. La nieve es la nueva presencia.
Otra: Nene y calor. Algo enorme, completo. Cura. El nene vio el pasto también.”



Nueva York.
Plazas vigiladas por la presencia. El edificio “Grace” se contonea en línea curva, dejando lugar para respirar y sentir que las miradas de los que no tienen ojos forman un sueño que nos acuna, y desafía cualquier luz física y rompe las leyes de la vigilia. El Grace contiene la distracción de la línea recta y nos lleva en un movimiento involuntario, expulsándonos al cielo… Pero el cielo ya no es nada. No es parte de este sueño, de esta jurisdicción, entonces nos vamos a caer. Y el encierro se presiente, confundiendo este sueño de espacios gigantes, ocupaciones gigantes del espacio gigante. Se siente el espacio chico, el parque rodeado… a los lejos los vigilantes sin ojos – los rascacielos- se reflejan a ellos mismos, no a nuestras miradas pequeñas. ¿Cómo es el reflejo entre entes sin ojos? Se saludan a ellos mismos, son sus interlocutores. Los diálogos, inalcanzables pero observables, son parte de nuestra vida. Como las nubes, nubes de palabras doradas, oscuras, plateadas, ocre. Cosquilleo constante. Con las palabras “en vivo” de la producción de sentido, no son la constante renovación en nuestra cabeza, la melodía sonando, las palabras no pensadas, las grabaciones. Es en vivo. Es realmente EN VIVO; EL reality de TODO. Produciendo en ese momento. El show más increíble. Es Dios. Y no habla con nosotros. Solo podemos admirarlo sin órganos reales ni para admirar. Nosotros ya no tenemos nada que ver.


Por suerte, una nena perdió un dulce en un cordón del parque. Si pudiese hablarle ahora, le hablaría siempre. “Sol de mi alma, nena que llora en el parque, dame una palabrita. Las palabras duelen, no son figuras inalcanzables. Dame tu palabra, la de hoy.”


* Viaje a Paris, hace pocos años.


Fotos, que roban el alma. O completan un diario de viaje. En este viaje, mi dispositivo diario de viaje ya tan triste está roto. Nunca viajé en hoteles, esta fue la única vez, siempre fui bicho rodante con mochila y vértigo. ¿Se bendicen las armas para el tráfico como para la guerra? ¿O las drogas o los bebes? La bendición que mi aparato roto sugirió esta vez es la comodidad y el buen vivir. Claro, esa torre, metal y cielo en Paris, está muy bien camuflada, porque a pesar de todo es necesario tocarla para estar seguro, y te puede hacer llorar. No por el momento emotivo o imponente. Es que te hace creer que todavía puede haber un cielo.
Los criminales del buen vivir, otra vez sin ojos, bendecidos, llevan y traen el tráfico de imágenes.

“Cus cus árabe
para una paloma de visita
llena de hambre como
el ojo que rebota fuera
del retrato de Sartre en la biblioteca nacional,
cae
a una filmación suicida
de rollers entre gorras y barandas,
pendiente
encerada
para las ruedas
de pornografía adolescente,
algún presidente antiguo
le dará nombre.”


Hay lugares del mundo por los que se viaja y viaja y hay un “llevar y llevarse imágenes”. Esas imágenes no son la percepción de un suceso en otro espacio que el habitual. “Habitual” y “Percepción”. Si percibimos un suceso no existe lo habitual. Eso es una foto. Una foto de lo más “hogareño y conocido” es algo que escapó de ese contexto siempre y nos habló. Lo mismo es una foto de algo “desconocido- foráneo” sale de su contexto y nos habla.


Las fotos turísticas, el tráfico legal de lugares, no nos habla. Habla a los demás. Y los “demás” por lógica seríamos “nosotros” a veces, pero nunca lo somos. Nunca nadie es esos “demás” a los que esas fotos les hablan. La falta de diálogo entre los objetos (característicos del “mundo” o no) y nosotros es el cuento que nos narra la vida globalizada. Nos narra la falta de dialogo para poder erguirse y SER el diálogo sordomudo de la TOTALIDAD. Somos ese diálogo como canoas en el Sena o satélites en la estratosfera. Ya somos el no ser. Es un lujo, regalado por supuesto. Aunque algo nunca va a cambiar, algunos regalos siempre tienen un precio. Pero, de qué preocuparse, no conocemos el regalo, no conocemos el precio, no somos. Todo es hermoso, quien podría negarlo, quien abandonaría su hermosura. Así, sin el menor cargo sobre lo que no somos, producimos, y permitimos. Claro que tenemos utilidad. Invalorable.

Tomé la foto y
dejé de ser,
dijiste
“este tráfico de imágenes
habla a los demás
no a mí
nunca soy los demás
en este puente”.
¿Dónde queda la torre?
¿Detrás?
¿En otro idioma?
¿En frente?
¿De esta foto
sordo muda
para dialogar la desaparición?


Necesito mezclar conjugaciones. Nosotros, siento el verbo como ajeno y peligroso, lo amo, lo hago y mi mundo estalla en cada toque, acercamiento. La interacción sigue siendo imprevisible… Pero, como cada cadena de televisión mundial, cada pensamiento inadvertido al despertarnos, cada buen vecino nos dice: “vivís en este mundo, necesitas visa” Estricto el silogismo: los seres humanos viven en este mundo – los que viven en este mundo necesitan visa – los seres humanos necesitan visa. O: en este mundo hay vida – este mundo necesita visa – sos un ser humano. Otra vez, somos el no ser. Si nada “es”, el sintagma existe por sí mismo, entonces, ¿qué salida deja este sintagma? Clarísima. No vivo en este mundo. Y la infinita proliferación de mundos en esta divina época de posibilidades, sigue siendo “este mundo”.
El mundo en el que vivo y soy, no es “ese lugar adentro que nadie puede tocar, que es incorruptible y me torturarán hasta la muerte pero mi espíritu me pertenece”. No. Eso es parte de cada película insoportable y asesinato en este mundo. El mundo en el que vivo es ese lugar externo que tiembla y me hace temblar porque me habla y respondo, le hablo y responde.

sábado, 14 de abril de 2007

Para Joss Whedon, Homero o Pipo Pescador, con todo mi a-mor

Mortal woond – en ingles porque lo que no se ve mata – o porque sería lindo pensar que la enajenación es un arma de doble filo. – Además porque todo esto surgió mirando el último episodio de Buffy Vampire Slayer, ja.

Las heridas mortales implican un final. Como una narración con un final completo, pequeños finales que mueven la historia hacia otra parte o con más fuerza hacia la misma dirección… blah. Sin un final no existiría una narración. Es en realidad el verdadero nacimiento. Si hay un cuento o si podemos contar nuestra historia es porque el final existe, engendra, permite. Gracias al final, podemos inventar que hay un principio. Podemos inventar. El final en muchos casos se asocia con la muerte. La muerte nos define, en el cuento. En una narración, hay heridas de distinto calibre – balas y más enajenación de nombres, o distintas consecuencias. Grandes y pequeñas heridas. Todas son claves para que además de existir, nuestra historia y narración pueda moverse en mysterious ways o no tan misteriosas tal vez. Para que pueda detentar el libre albedrío de algún lugar de ese “sin principio y sin final espacio”, como el esquema de Sassure para el signo lingüístico, la nube de todo lo que no es signo. Para que pueda crear a partir de ese libre albedrío un mundo. Esas heridas crean mundos.
¿Porqué, tantas veces, en “buenas” y “malas” narraciones existen y vuelven a existir “heridas mortales” que implicarían el fin definitivo de un personaje, a veces de la historia, y sin embargo se elige que esa herida rompa la misma lógica directiva de la narración, y el personaje se recupere como si se recuperara de una herida menor? Son esos momentos en los que sentimos: “Vamos! Se fue al carajo!” Y se asocia a una mala narración, o a un facilismo dentro de una buena, a usar cualquier elemento necesario para continuar con la historia requerida con un efecto emocional buscado. A lo largo de las centurias, milenios, antes, ahora, siempre. En una telenovela, en La Iliada, en La Biblia.
Una herida mortal que quiebra sin explicación, todas las reglas que la narración se imponía a sí misma, (de manera más o menos sutil, más o menos discutible) y se recupera en lugar de traer un final. Es la necesidad en toda historia de encontrar su ALMA. No es el narrador, no es el receptor, no es uno o dos o todos. Es la historia. Y puede ser que con algo de música que acompañe la mágica recuperación, o con palabras fuertes y bellas, surja el llanto ingenuo de entusiasmo y esperanza, o alivio. Pero hay otro llanto que es el que fue a buscar la historia y lo trajo. Plasmó lo imposible en su narración: la recuperación de una herida mortal: “la narración sin final ni principio, explotando en un momento”. Un vampiro puede ir a recuperar su alma, si se atreve, una historia puede ir a buscarla.
Si existiese un espejo para las narraciones, la devolución sería claramente y necesariamente un engaño, pero aun así, si la narración tuviese que hablar con ese reflejo, se hablaría a sí misma. Y este otro elemento, es lo que da a una historia PODER. En el espejo estaba el “si misma” y en el “si misma” el engaño. El poder de la historia está en tocar este conocimiento sobre sí, e intercambiar lugares luego: “Dale que yo soy vos y vos sos yo, aunque sea un juego, o duelo?” Esto conlleva una lucha. Fuerte, tal vez una herida mortal que se pueda curar.
La historia tiene su alma, su poder, necesita su MOTIVO. Aquí es dónde no hay respuesta. El motivo es la razón de que una historia no sea de un narrador, ni de una época, ni de un oyente o lector. Todos tratamos de ser otra cosa de lo que somos para encontrar el motivo. Nos colocamos en otro mundo, en otro ser, en otro punto de vista. Y así, pueden surgir infinitas historias más, siendo contadas a la vez. Toda historia pide que el motivo sea secreto, callado, inherentemente innombrable. ESO ES LO UNICO QUE LA HISTORIA PIDE.

3 cuentos

CUENTO 1

Es indistinguible desde cualquier silla el apretar constante de sus puños. Noté desde el primer día de su estadía que no necesitaba esconderlos, quedaban naturalmente expuestos como fuera del cuadro, del pueblo, el mar, o mi infancia. Yo solo sentía los apretones debido a pedacitos de mí, que por tonteras, habían quedado de alguna manera en sus manos.
No era un turista, no tomaba fotos ni pedía direcciones. Aunque tampoco veíamos muchos en Puerto Azul, aparecía alguno por una noche o dos, cuando estaba de paso. Habiendo viajado una vez en avión, veo este pueblo como un aeropuerto en desuso y pobre. Pero él no estaba en tránsito, estaba sentado, en cualquier lado, a punto de pararse, cerca de dejar de esperar. Pero todavía no lo había hecho.
El cuarto día caminó por el puerto. De chiquito, yo había pasado largos momentos mirando arañas, siempre de tamaño pequeño para no asustarme, siguiéndolas cuando se alejaban de su red, y cuando volvían. Hubiese sido como pasear con ellas, de no haberme sentido más que nada un rehén: porque si llegaba a dejar de mirarlas, podían aparecer alguna mañana en mi propia cama sin yo saberlo. Esa caminata suya por el puerto, me pareció un paseo de los cortos, cuando una araña se iba unos centímetros y se quedaba inmóvil, o volvía. Por la forma en que él dejó que su pie izquierdo se moje pero quitó su pierna derecha con algo de susto cuando unas gotas de mar salpicaron sus piernas en el muellecito, pensé que él era la araña y el rehén al mismo tiempo. No podía entender cual de las dos partes era la que esperaba. Cual miraba. Cual estaba a punto de decidirse. Cual era la que finalmente lograba que ninguna haga nada.
Toda la plataforma en ángulo recto del puerto no tenía más que 7 metros, el cemento vuelto a pintar con cada generación ahora era algo naranja manchada de sal. El muelle y la casita de aduana formaban un círculo al final de la plataforma. Ambos eran curvos, caían de abajo hacia arriba pero quedaban bien lejos de caer del todo. El muelle era chiquito y marrón, la casa era blanca, aunque adentro había mucha luz roja, y esto se notaba en el puerto a la noche, salía por las ventanas.
En el segundo día, él estaba lejos del puerto. Estuvo sentado en el bar de la hostería del pueblo, el único bar, salvo por la parrilla en la ruta que venía costeando, donde se reunían los pescadores. Eran cinco. Tras la ventana que enfrentaba la loma descendiente al mar, había ocupado una mesa. De no haber sido por esto, el bar no se hubiese llenado. Una nena, hija de la dueña de la hostería, daba vueltas con objetos baboseados y rotos que de tanto en tanto perdía alrededor del hombre. Una vez la oí decir que nunca había visto a alguien tan viejo, lo cual era imposible en Puerto Azul. Pensé que no sabía qué palabra agregar luego de “tan” y por eso dijo “viejo”. La madre se acercaba de tanto en tanto a preguntarle si quería algo más, tratando de no incomodarlo, pero incómoda ella por no saber cómo actuar. Nadie sabía qué hacer porque nadie sabía qué hacía él. El segundo día todos se hicieron cargo de esta incomodidad, luego, hasta el séptimo, se fue diluyendo como una marca que nadie mira. Él miró por la ventana del bar todo el tiempo, por horas. Tomó un café, luego aceptó una picada con cerveza, pero casi no bebió. El vaso permaneció dorado y ciego al mundo. Al atardecer dos pescadores pasaron con canastas llenas por la vereda, uno de ellos lo señaló y él, desde su mesa, miró asombrado. Siguió la trayectoria de éstos loma arriba con algo de disimulo, y fue ahí cuando tomó otro trago de cerveza, para dejarla en seguida donde estaba como si no hubiese hecho nada. Luego de este incidente, pasó una media hora, un poco más, y se levantó. En el bar quedaban la madre y la hija, otro viejo y una vecina. Caminó unas calles, no sé hacia dónde, pero volvió pronto y entró a su habitación hasta la mañana siguiente.
Por supuesto nadie lo conocía. Un mediodía, mientras se agachaba en una esquina, pasó corriendo a su lado la hija de la dueña de la hostería. Antes de llegar a tocar el suelo con su mano miró esa forma pequeña, o sus colores apagados irse. Cuando llegó al suelo, lo agarró fuerte como tratando de sacarle sangre. Estaba tan desolado luego de ver a la nena: igual a todas las demás, tan adorable como olvidable. Creo que esperaba llegar al suelo sin esa sensación, eso lo hubiese ayudado. Pero es muy fácil de confundir el diálogo cuando a medio camino a uno le estropean los planes. Miró el suelo con rencor, y se puso a llorar por primera vez, ese sexto mediodía. “Vos te fuiste de todas las huellas, vos no te reflejabas en el cielo, vos pisaste sin cuerpo este sonido sólido y dejaste los líquidos intactos”. El suelo así le respondía la mirada y él le habló también. “No es a mí a quien busco”. Fue cuando miró al cielo - nadie a esta altura ya le prestaba atención - que le gritó, “mañana vos no vas a saber quién es el reflejo y quién la piel”. Yo pensé en el mar. Me pregunté si alguna vez en su vida había gritado. Entendí cómo se apretaba fuerte el corazón y enrojecía. Un pescador iba bajando con una canasta vacía, cuatro estaban en el muelle preparando el bote. El primero lo miró en el suelo con dificultades para incorporarse. Detuvo su caminar levemente, dudó unos segundos y siguió caminando. Él miró la canasta, sus ojos mojados no verían más que vacío, y lleno de olor nauseabundo a pescado se desmayó. Ahí quedó, por una hora. Los cinco pescadores zarparon.
Tres pescadores preparaban una enorme red en el tercer día. Esa era la espera, podía parecer meramente contemplación. No pasaba desapercibido, para nada. Él no hacía nada. En ningún momento, no tenía propósito. Estaba sentado en el puerto, mirando a los pescadores. Había llevado una sillita medio rota que pidió en la casa de aduanas y la había ubicado sin sentido, en algún lugar de la plataforma. Dos pescadores faltaban y él debe haber comenzado a sentir las combinaciones y las ausencias. Observó a cada uno de los tres en el bote, manipulando la red. Sus puños se relajaban solo por la impresión de que cumplían ahora una función específica, la de contar con los dedos. Quería armar el número que huía de él cada vez que lo intentaba. Este fue el último día en que los habitantes preocuparon parte de sus apagones explicándose algo sobre un extraño que no tiene acción, simplemente está, en nuestro pueblo. Yo había comenzado a ver los espacios vacíos de voluntad en mis vecinos como apagones. Sé que se esforzaron por llenar de intención y conciencia sus pensamientos sobre el anciano, pero no pudieron. Mi espacio en cambio, era más parecido a otro juego de mi infancia, el de imaginar mi cama como un bote en un mundo tapado por aguas, yo recogía y secaba a cualquier sobreviviente que iba encontrando en ese mar, era hermosa la noción de saber que podía construir un mundo así, y en eso ocupaba horas. Observar al anciano me provocaba algo parecido, rescataba sus muecas y movimientos aquietados o compulsivos, las formas en sensaciones que componía con los objetos que tocaba u ocupaba; y empezaba a construir otra vez la historia que tanto me había repetido a mí mismo, hermosamente suelta de significado, por décadas.
La quinta mañana pasé por la hostería y no lo busqué, sabía que le faltaban dos días más. No es que sentía mucha curiosidad por el último día, era más como un experimento. Volví a mis quehaceres. Terminé de estudiar un terreno para una familia de santiagueños que quería instalarse aquí, el hombre era veterinario y nosotros no teníamos ninguno en el pueblo. Llevé a mis hijos al micro que los llevaría en una excursión con escuelas vecinas. Besé a mi esposa en el hombro donde tenía un agujero el pulóver que usaba, mientras cosía la serie de modelos de guardapolvos que le habían encargado. Había algo inventado en todo lo que ella hacía, nada me conmovía más que eso. Y entonces fui yo que me senté en el puerto, él no estaba allí. Yo no sabía sentarme sin hacer nada, sin atreverme, casi no lo soporté, pero quería estar un rato igual que el anciano. Sabía que debía sentir un impulso insostenible hacia algo y que debía no decidirme a nada. Sufrí. Lo comprendí con más bronca que consideración. Pronto, algo entró a mí, como un monstruo milenario en un puerto improbable que destrozaba el muelle desde el mar, el pueblo y nuestra vida. Sonreí, lo alenté como a un aliado con horribles planes que compartiríamos e inteligentemente llevaríamos a cabo, a pesar de todos. Creo que lo hice porque yo no soportaba la inacción. Un plan no es una receta. Es un organismo vivo, con capacidad propia de discernimiento. Agarrar un pez, o una araña inclusive, matarlos desmembrarlos estudiar las partes e intentar luego volver a unirlos con ese nuevo conocimiento, no es lo mismo que esto. Si el objeto muere el conocimiento adquirido solo es aplicable al comportamiento de otros objetos similares vivos. Pero lo diferente está más cerca de parecerse entre sí que lo similar. Conozco puentes entre las diferencias, no conozco ninguno entre las similitudes. En un plan, el objeto estudiado nunca muere a no ser que la muerte sea también parte de lo que se estudia. El objeto está solo y por eso podría ser infinitos objetos, pero él me tiene a mí y yo tengo el plan, le evito la enajenación sin tocarle siquiera una ceja. No lo despierto si duerme, no lo empujo cuando tiene miedo de actuar, evito su percepción de cualquier vestigio mío... Tengo los números y pensé mezclarlos mientras él intenta en silencio unirlos y ponerlos en orden. Yo los desparramaría en líquido, tengo todo el mar, perderían inclusive su identidad. Tengo también los datos suficientes sobre él.
Lo que no sé todavía es qué me hace pensar que con mi plan puedo influir en su devenir, como en un experimento, sin siquiera tocarlo.


CUENTO 2

Estos son los números: Ella tenía cinco, él tenía siete. Hace varias décadas, él iba de vacaciones con sus padres, el coche se descompuso y la familia, mamá embarazada, nene y papá, pasaron un día de sus vidas en este pueblo. El nene era serio, obedecía más las miradas que las palabras. No sonreía, fiel al aburrimiento y a sus padres, que parecían figuritas recortadas en un collage en el que él solo tenia movimiento, el de su respiración; y juntaba las órdenes como hojas secas y rotas en piloncitos junto al cordón de cada esquina del collage. No estaba triste, no le interesaba mucho nada. La hostería, algo mejor equipada entonces, hospedó a esos padres incómodos en la menudez agraviante de estas gentes. Él, podía permanecer dentro de la hostería, sentarse junto a alguna ventana o en el umbral, mientras la madre descansaba en la habitación, y el padre llevaba el coche a un taller. Se sentó en el umbral. Miró fijo nada, la tarde no abusaba de su infancia. Serio, sentado, serio. Ahí fue cuando pasó: corrió por la esquina, la nena. Cruzando la calle fue más un animalito. Se escondió detrás de un buzón y las voces adultas de los pescadores se oían llamándola a gritos. Él sentado allí, debe haber tragado saliva como un golpe de ginebra con aire al mirar. La miró, la vio escondida temblando de la emoción, riéndose. Ella lo vio también y giró en el aire, como una persona, no como un electrodoméstico familiar, o como una indignación. La perdió de vista y debe haber sido la primera vez en su vida, o la única, en la que perdió algo. Entonces el mundo se desató para él: una clase de matemática en calesita, un planeta de juguete en los pies y el universo desprotegido como él. Se levantó, giró el planeta bajo su cuerpo y él corrió, para que todo gire más rápido hacia su cuerpo y traerla a ella un poco más cerca. Corriendo, la persiguió hasta el muelle, estaba oscuro ya, las formas eran grandes, de un bote pescador, del muelle y el mar, y ella no se veía tan chiquita. Caminó por el muelle que apestaba a gelatinas y anzuelos para buscarla, llegó a la punta y miró el océano. Se asustó, vio que los hombres la buscaban por otro camino, no la vieron venir, él la vio saltar al mar, o la oyó. El mundo dejó de girar y se detuvo en seco, lo hizo casi caerse al agua, se agachó hasta tocar con sus manos la piedra resbaladiza y mojada, palpó el borde del muelle y se acostó para no marearse. Creo que no supo porqué sentía tanta angustia y entonces ella emergió de pronto en lo oscuro más empapada que el agua y él gritó. Flotando, la nena comenzó a reírse, él también. Nadó luego hasta el bote pescador, había una red llena de peces aun vivos atrapados. Ella parecía algún monito de mar trepando la red, sacó algo de un bolsillo y con su manito cortó y cortó piolines hasta hacer un agujero cada vez más grande en la red. Él sintió algo de nausea por un momento viéndola abrazada a una montaña de peces que estaban por salir todos nadando de golpe. Cuando lo hicieron, la arrastraron al fondo con ellos. Tardó algo en volver a emerger, apareció ahí, bien cerquita de él, junto al muelle. El mar ahora perdía leyes físicas de a segundos mientras ellos se reían, él tomó sus manitos y la acercó. Desde lejos, se comenzaban a oír otra vez las voces llamándola, más y más. Él colgando y ella a flote se besaron, ese mismo olor antes nauseabundo, el gusto a pescado en toda ella ahora lo hacía pelotear mundos como goles compulsivos y se besaban agarrados de felicidad, para siempre.
Los hombres llegaron, él la sacó del mar, corrieron, mucho. Los vieron y alcanzaron, su padre también estaba allí, hubo gritos y sentencias. Pero él solo oyó uno que aunque fue claro ya sonaba lejos. Ella le preguntaba dónde vivía, él le respondió, ella dijo que lo iba a ir a buscar. El padre en la hostería lo golpeó en la cara. El coche funcionó y los llevó a la playa. Él fue como siempre, aburrido, serio, la tristeza ni bien había surgido ya era acomodada en algún futuro. Siempre, su mirada fue de anciano.
Ahora miraba así el mar otra vez, en el muelle. Sentado, la gente del pueblo en el séptimo día ya lo había olvidado, estaba solo. Su angustia no tenía más ninguna mirada para esconderse, ni maleta, ni casa, sentada, a punto de decidirse, casi desatornillándolo a él, al muelle.

CUENTO 3

Me equivoqué en algo, yo sí lo estaba tocando. Mi experimento podía funcionar porque un hijo siempre está tocando a su padre. En el mero cuerpo de uno, que ya era el muelle y la silla. Mi cuerpo, convertido por este laboratorio en “el último día”. En mis células podía leer su devenir, y de a momentos todas eran peces escapando de una red, o espermatozoides de puerto buscando alguna creación que los ampare. Había varias: la mía: en una excursión o en la falda de mi mujer; la de él: quien narra; la otra: el cuento. Ese que hizo de padre toda mi vida, la nena y el nene corriendo rápido e infalibles pero nunca llegando. El séptimo día, este pueblo era una constelación más de mi cuento. Las aristas que se escapan son: Ella creció y lo fue a buscar a la Capital. Lo encontró, casado, con hijos, dinero. Él reaccionó al verla, se perdió por unos minutos en la vida que había enterrado, los minutos justos para que yo, sea concebido. Ella se fue, él no pudo seguir con ella, muerto en su vida y sin esperanza. Mi mamá volvió a su casa en la costa, a unos kilómetros de acá. Era pintora y vendía sus pinturas muy bien. Cuando yo crecí, mi padre me compró un departamento en capital, en el que viví mientras iba a la secundaria que él me pagaba. Al terminar esos estudios, no encontré ningún sentido en seguir allí, no tenía lazos con el lugar, ni con mi padre. No despedimos, nos prometimos escribir, pero nunca lo hicimos. Mi madre murió no mucho después de eso, en un accidente. En algún momento él se enteró. Yo, solo, decidí ir al único lugar que tenía algo fuerte de mí, o de ellos: este pueblo.
Las marcas sueltas vueltas a juntar hacen una persona. Los números sueltos vueltos a juntar hacen un momento. Si mi padre supiese ahí sentado que lo observo, y cómo sus cálculos ya no le pertenecen. Él busca pistas, pero yo sé que son marcas desdibujadas lo que percibe, que no lo llevan a ningún lado más que a una extraña escultura sin nacimiento ni muerte. Sin embargo espera, está sentado hoy el séptimo día. Hubo movimientos usuales en el almacén y la escuela. Los cinco pescadores están mar adentro. Es inútil el conteo porque siempre existe la muerte, papá. Tu imagen es más ridícula que nunca ya, sentado en el muelle, solo, enervado en ansiedad. Tal vez los números que en tu mandíbula juntaban tu momento al de ella tan desesperadamente, sin querer preparaban una cuenta regresiva y vos no sabías qué mundo era el cero. No podías saberlo. Distraído con los postes de luz viejos, con el olor a sal usada por siglos o la falta de humanidad en ese puerto, te vi perder el equilibrio. Dudé si debía intervenir, pero, ¿cómo hacerlo? Arrodillado en el suelo debés haber percibido el olor del bote volviendo. Otra vez dudé, si debía arrepentirme o no, sobre mi experimento. No tuve respuesta, más bien un olvido momentáneo de su propósito. La luz familiar en una uña de su mano enrojecida contra el piso, se juntó con la de todas las piedritas del muelle y recordé por qué te había estado observando así. Una lágrima de tu ojo calló sobre esa uña y en vez de imaginar tu mirada oí tu voz en el agua salada antes de que se evapore en el sol sobre el cemento. Sé que me hablás a mí, y el bote ya está cerca. Hay gente de mi pueblo que aproximándose extrañamente al puerto en hora no usual, más gente de lo común, el bote trae un enorme pez en la red, no son montones de pequeñeces. Vos mirás lo mismo, el bote, y te incorporaste para sentarte en tu silla nuevamente, el puerto se pobló de voces excitadas y te rodearon sin mirarte. Los cinco pescadores parecen felices y juntos, veo tu odio, no sé a qué, pero lo veo. Nadie más lo ve. Los cacareos del pueblo cercan el pez con frases hechas. Es un pez que no puede defenderse ni recuperar su cuento. Yo sentí pena, cómo despojar a algo tan grande de su historia... Pero se cuadricula en la red y se seca en el alboroto ajeno, vos miras sus ojos, yo no. Él te habrá dejado sin motivos y es tan gris como el cemento despintado.
Ahora dudo de esta historia y me duele tu cuerpo. Es la historia de un hombre que llegó a un pueblo desconocido para no hacer nada. Un día el bote de pescadores volvió del mar con el pez más grande que el pueblo haya visto y el hombre se lanzó al agua, con un cuchillo que nadie supo por qué llevaba y comenzó a cortar la red que algo bajo el agua arrastraba al gigante atrapado. Todos recordaron entonces la presencia del hombre, algunos se tiraron a detenerlo y otros lo insultaron. El pez pudo escapar, llevando al hombre en la embestida al fondo del mar, para siempre. En mi experimento ahora el pueblo puede ser inventado.
Pero yo, debo mi historia a la mera suerte, de haber visto a mi padre en un acto de valentía.

Cadmo y Europa

Me contó un viejo comediante: Cadmo y Europa buscaban la sandalia que ella había olvidado en las orillas de un estuario. Eran púrpura tiria. Él pisaba el agua cuando llena solo instantes sobre el llano de la arena, para que los peces no temiesen movimiento humano alguno y nadasen hacia la superficie.
Europa miraba casi descalza y no tenía culpa. Cadmo atrapaba al pez que se acercaba hasta el borde, y le exigía la devolución de la sandalia.
Ella caminó entre leves raíces que crecían hacia el aire y hundió sus manos marrones en la arena. No muy profundo, encontró las ramas y sus flores, y pimpollos y espinas que jamás había visto en sus viajes. Al querer hacer girar la planta y empapar las raíces de agua salada dijo a su hermano que no estaban en un estuario, que estaban en un mar y que éste se llamaba Egeo. Cadmo miró tras sus hombros y vio el pasaje transformar al estuario en un canal ancho; y tocó sin gesto de autoridad al Norte. Dejó pasar a un pez, luego a otro y desanimado propuso a su hermana un juego. Él inventaba, ella elegía un mar para cada invento y si en algún momento faltasen mares, usarían los mismos otra vez; entonces ella inventaba pero con los mares ya elegidos, y cuando se quedaba sin inventos, él volvía a empezar. Pero los mares a veces formaban los mismos inventos.
Siendo que a través del juego todos los peces iban y venían llevando comidas y reliquias de profundas tierras, (y alguno de ellos la sandalia perdida), el mundo cambió de forma y costumbres antes que ellos lo notaran.
Europa dijo que los mares no eran mares, eran vacíos y cerrados llantos para construir con solo unos pocos, todas las cosas bellas y las espantosas que puedan nombrarse, tantas veces como cualquier dios u hombre quisiera. Cadmo lloró con culpa. Europa sonrió con más culpa que Cadmo. Y estiró sus ojos assu.
Ambos volvieron a la Hélade, siendo “hélade” el verbo y “volvieron” el sustantivo. Regalaron entonces su juego que fue atribuido luego por el viejo comediante lleno de ojos e ironía, a los fenicios.
Cuando ya todo había empezado, antes de Cadmo y Europa, y a su pesar.