sábado, 14 de abril de 2007

3 cuentos

CUENTO 1

Es indistinguible desde cualquier silla el apretar constante de sus puños. Noté desde el primer día de su estadía que no necesitaba esconderlos, quedaban naturalmente expuestos como fuera del cuadro, del pueblo, el mar, o mi infancia. Yo solo sentía los apretones debido a pedacitos de mí, que por tonteras, habían quedado de alguna manera en sus manos.
No era un turista, no tomaba fotos ni pedía direcciones. Aunque tampoco veíamos muchos en Puerto Azul, aparecía alguno por una noche o dos, cuando estaba de paso. Habiendo viajado una vez en avión, veo este pueblo como un aeropuerto en desuso y pobre. Pero él no estaba en tránsito, estaba sentado, en cualquier lado, a punto de pararse, cerca de dejar de esperar. Pero todavía no lo había hecho.
El cuarto día caminó por el puerto. De chiquito, yo había pasado largos momentos mirando arañas, siempre de tamaño pequeño para no asustarme, siguiéndolas cuando se alejaban de su red, y cuando volvían. Hubiese sido como pasear con ellas, de no haberme sentido más que nada un rehén: porque si llegaba a dejar de mirarlas, podían aparecer alguna mañana en mi propia cama sin yo saberlo. Esa caminata suya por el puerto, me pareció un paseo de los cortos, cuando una araña se iba unos centímetros y se quedaba inmóvil, o volvía. Por la forma en que él dejó que su pie izquierdo se moje pero quitó su pierna derecha con algo de susto cuando unas gotas de mar salpicaron sus piernas en el muellecito, pensé que él era la araña y el rehén al mismo tiempo. No podía entender cual de las dos partes era la que esperaba. Cual miraba. Cual estaba a punto de decidirse. Cual era la que finalmente lograba que ninguna haga nada.
Toda la plataforma en ángulo recto del puerto no tenía más que 7 metros, el cemento vuelto a pintar con cada generación ahora era algo naranja manchada de sal. El muelle y la casita de aduana formaban un círculo al final de la plataforma. Ambos eran curvos, caían de abajo hacia arriba pero quedaban bien lejos de caer del todo. El muelle era chiquito y marrón, la casa era blanca, aunque adentro había mucha luz roja, y esto se notaba en el puerto a la noche, salía por las ventanas.
En el segundo día, él estaba lejos del puerto. Estuvo sentado en el bar de la hostería del pueblo, el único bar, salvo por la parrilla en la ruta que venía costeando, donde se reunían los pescadores. Eran cinco. Tras la ventana que enfrentaba la loma descendiente al mar, había ocupado una mesa. De no haber sido por esto, el bar no se hubiese llenado. Una nena, hija de la dueña de la hostería, daba vueltas con objetos baboseados y rotos que de tanto en tanto perdía alrededor del hombre. Una vez la oí decir que nunca había visto a alguien tan viejo, lo cual era imposible en Puerto Azul. Pensé que no sabía qué palabra agregar luego de “tan” y por eso dijo “viejo”. La madre se acercaba de tanto en tanto a preguntarle si quería algo más, tratando de no incomodarlo, pero incómoda ella por no saber cómo actuar. Nadie sabía qué hacer porque nadie sabía qué hacía él. El segundo día todos se hicieron cargo de esta incomodidad, luego, hasta el séptimo, se fue diluyendo como una marca que nadie mira. Él miró por la ventana del bar todo el tiempo, por horas. Tomó un café, luego aceptó una picada con cerveza, pero casi no bebió. El vaso permaneció dorado y ciego al mundo. Al atardecer dos pescadores pasaron con canastas llenas por la vereda, uno de ellos lo señaló y él, desde su mesa, miró asombrado. Siguió la trayectoria de éstos loma arriba con algo de disimulo, y fue ahí cuando tomó otro trago de cerveza, para dejarla en seguida donde estaba como si no hubiese hecho nada. Luego de este incidente, pasó una media hora, un poco más, y se levantó. En el bar quedaban la madre y la hija, otro viejo y una vecina. Caminó unas calles, no sé hacia dónde, pero volvió pronto y entró a su habitación hasta la mañana siguiente.
Por supuesto nadie lo conocía. Un mediodía, mientras se agachaba en una esquina, pasó corriendo a su lado la hija de la dueña de la hostería. Antes de llegar a tocar el suelo con su mano miró esa forma pequeña, o sus colores apagados irse. Cuando llegó al suelo, lo agarró fuerte como tratando de sacarle sangre. Estaba tan desolado luego de ver a la nena: igual a todas las demás, tan adorable como olvidable. Creo que esperaba llegar al suelo sin esa sensación, eso lo hubiese ayudado. Pero es muy fácil de confundir el diálogo cuando a medio camino a uno le estropean los planes. Miró el suelo con rencor, y se puso a llorar por primera vez, ese sexto mediodía. “Vos te fuiste de todas las huellas, vos no te reflejabas en el cielo, vos pisaste sin cuerpo este sonido sólido y dejaste los líquidos intactos”. El suelo así le respondía la mirada y él le habló también. “No es a mí a quien busco”. Fue cuando miró al cielo - nadie a esta altura ya le prestaba atención - que le gritó, “mañana vos no vas a saber quién es el reflejo y quién la piel”. Yo pensé en el mar. Me pregunté si alguna vez en su vida había gritado. Entendí cómo se apretaba fuerte el corazón y enrojecía. Un pescador iba bajando con una canasta vacía, cuatro estaban en el muelle preparando el bote. El primero lo miró en el suelo con dificultades para incorporarse. Detuvo su caminar levemente, dudó unos segundos y siguió caminando. Él miró la canasta, sus ojos mojados no verían más que vacío, y lleno de olor nauseabundo a pescado se desmayó. Ahí quedó, por una hora. Los cinco pescadores zarparon.
Tres pescadores preparaban una enorme red en el tercer día. Esa era la espera, podía parecer meramente contemplación. No pasaba desapercibido, para nada. Él no hacía nada. En ningún momento, no tenía propósito. Estaba sentado en el puerto, mirando a los pescadores. Había llevado una sillita medio rota que pidió en la casa de aduanas y la había ubicado sin sentido, en algún lugar de la plataforma. Dos pescadores faltaban y él debe haber comenzado a sentir las combinaciones y las ausencias. Observó a cada uno de los tres en el bote, manipulando la red. Sus puños se relajaban solo por la impresión de que cumplían ahora una función específica, la de contar con los dedos. Quería armar el número que huía de él cada vez que lo intentaba. Este fue el último día en que los habitantes preocuparon parte de sus apagones explicándose algo sobre un extraño que no tiene acción, simplemente está, en nuestro pueblo. Yo había comenzado a ver los espacios vacíos de voluntad en mis vecinos como apagones. Sé que se esforzaron por llenar de intención y conciencia sus pensamientos sobre el anciano, pero no pudieron. Mi espacio en cambio, era más parecido a otro juego de mi infancia, el de imaginar mi cama como un bote en un mundo tapado por aguas, yo recogía y secaba a cualquier sobreviviente que iba encontrando en ese mar, era hermosa la noción de saber que podía construir un mundo así, y en eso ocupaba horas. Observar al anciano me provocaba algo parecido, rescataba sus muecas y movimientos aquietados o compulsivos, las formas en sensaciones que componía con los objetos que tocaba u ocupaba; y empezaba a construir otra vez la historia que tanto me había repetido a mí mismo, hermosamente suelta de significado, por décadas.
La quinta mañana pasé por la hostería y no lo busqué, sabía que le faltaban dos días más. No es que sentía mucha curiosidad por el último día, era más como un experimento. Volví a mis quehaceres. Terminé de estudiar un terreno para una familia de santiagueños que quería instalarse aquí, el hombre era veterinario y nosotros no teníamos ninguno en el pueblo. Llevé a mis hijos al micro que los llevaría en una excursión con escuelas vecinas. Besé a mi esposa en el hombro donde tenía un agujero el pulóver que usaba, mientras cosía la serie de modelos de guardapolvos que le habían encargado. Había algo inventado en todo lo que ella hacía, nada me conmovía más que eso. Y entonces fui yo que me senté en el puerto, él no estaba allí. Yo no sabía sentarme sin hacer nada, sin atreverme, casi no lo soporté, pero quería estar un rato igual que el anciano. Sabía que debía sentir un impulso insostenible hacia algo y que debía no decidirme a nada. Sufrí. Lo comprendí con más bronca que consideración. Pronto, algo entró a mí, como un monstruo milenario en un puerto improbable que destrozaba el muelle desde el mar, el pueblo y nuestra vida. Sonreí, lo alenté como a un aliado con horribles planes que compartiríamos e inteligentemente llevaríamos a cabo, a pesar de todos. Creo que lo hice porque yo no soportaba la inacción. Un plan no es una receta. Es un organismo vivo, con capacidad propia de discernimiento. Agarrar un pez, o una araña inclusive, matarlos desmembrarlos estudiar las partes e intentar luego volver a unirlos con ese nuevo conocimiento, no es lo mismo que esto. Si el objeto muere el conocimiento adquirido solo es aplicable al comportamiento de otros objetos similares vivos. Pero lo diferente está más cerca de parecerse entre sí que lo similar. Conozco puentes entre las diferencias, no conozco ninguno entre las similitudes. En un plan, el objeto estudiado nunca muere a no ser que la muerte sea también parte de lo que se estudia. El objeto está solo y por eso podría ser infinitos objetos, pero él me tiene a mí y yo tengo el plan, le evito la enajenación sin tocarle siquiera una ceja. No lo despierto si duerme, no lo empujo cuando tiene miedo de actuar, evito su percepción de cualquier vestigio mío... Tengo los números y pensé mezclarlos mientras él intenta en silencio unirlos y ponerlos en orden. Yo los desparramaría en líquido, tengo todo el mar, perderían inclusive su identidad. Tengo también los datos suficientes sobre él.
Lo que no sé todavía es qué me hace pensar que con mi plan puedo influir en su devenir, como en un experimento, sin siquiera tocarlo.


CUENTO 2

Estos son los números: Ella tenía cinco, él tenía siete. Hace varias décadas, él iba de vacaciones con sus padres, el coche se descompuso y la familia, mamá embarazada, nene y papá, pasaron un día de sus vidas en este pueblo. El nene era serio, obedecía más las miradas que las palabras. No sonreía, fiel al aburrimiento y a sus padres, que parecían figuritas recortadas en un collage en el que él solo tenia movimiento, el de su respiración; y juntaba las órdenes como hojas secas y rotas en piloncitos junto al cordón de cada esquina del collage. No estaba triste, no le interesaba mucho nada. La hostería, algo mejor equipada entonces, hospedó a esos padres incómodos en la menudez agraviante de estas gentes. Él, podía permanecer dentro de la hostería, sentarse junto a alguna ventana o en el umbral, mientras la madre descansaba en la habitación, y el padre llevaba el coche a un taller. Se sentó en el umbral. Miró fijo nada, la tarde no abusaba de su infancia. Serio, sentado, serio. Ahí fue cuando pasó: corrió por la esquina, la nena. Cruzando la calle fue más un animalito. Se escondió detrás de un buzón y las voces adultas de los pescadores se oían llamándola a gritos. Él sentado allí, debe haber tragado saliva como un golpe de ginebra con aire al mirar. La miró, la vio escondida temblando de la emoción, riéndose. Ella lo vio también y giró en el aire, como una persona, no como un electrodoméstico familiar, o como una indignación. La perdió de vista y debe haber sido la primera vez en su vida, o la única, en la que perdió algo. Entonces el mundo se desató para él: una clase de matemática en calesita, un planeta de juguete en los pies y el universo desprotegido como él. Se levantó, giró el planeta bajo su cuerpo y él corrió, para que todo gire más rápido hacia su cuerpo y traerla a ella un poco más cerca. Corriendo, la persiguió hasta el muelle, estaba oscuro ya, las formas eran grandes, de un bote pescador, del muelle y el mar, y ella no se veía tan chiquita. Caminó por el muelle que apestaba a gelatinas y anzuelos para buscarla, llegó a la punta y miró el océano. Se asustó, vio que los hombres la buscaban por otro camino, no la vieron venir, él la vio saltar al mar, o la oyó. El mundo dejó de girar y se detuvo en seco, lo hizo casi caerse al agua, se agachó hasta tocar con sus manos la piedra resbaladiza y mojada, palpó el borde del muelle y se acostó para no marearse. Creo que no supo porqué sentía tanta angustia y entonces ella emergió de pronto en lo oscuro más empapada que el agua y él gritó. Flotando, la nena comenzó a reírse, él también. Nadó luego hasta el bote pescador, había una red llena de peces aun vivos atrapados. Ella parecía algún monito de mar trepando la red, sacó algo de un bolsillo y con su manito cortó y cortó piolines hasta hacer un agujero cada vez más grande en la red. Él sintió algo de nausea por un momento viéndola abrazada a una montaña de peces que estaban por salir todos nadando de golpe. Cuando lo hicieron, la arrastraron al fondo con ellos. Tardó algo en volver a emerger, apareció ahí, bien cerquita de él, junto al muelle. El mar ahora perdía leyes físicas de a segundos mientras ellos se reían, él tomó sus manitos y la acercó. Desde lejos, se comenzaban a oír otra vez las voces llamándola, más y más. Él colgando y ella a flote se besaron, ese mismo olor antes nauseabundo, el gusto a pescado en toda ella ahora lo hacía pelotear mundos como goles compulsivos y se besaban agarrados de felicidad, para siempre.
Los hombres llegaron, él la sacó del mar, corrieron, mucho. Los vieron y alcanzaron, su padre también estaba allí, hubo gritos y sentencias. Pero él solo oyó uno que aunque fue claro ya sonaba lejos. Ella le preguntaba dónde vivía, él le respondió, ella dijo que lo iba a ir a buscar. El padre en la hostería lo golpeó en la cara. El coche funcionó y los llevó a la playa. Él fue como siempre, aburrido, serio, la tristeza ni bien había surgido ya era acomodada en algún futuro. Siempre, su mirada fue de anciano.
Ahora miraba así el mar otra vez, en el muelle. Sentado, la gente del pueblo en el séptimo día ya lo había olvidado, estaba solo. Su angustia no tenía más ninguna mirada para esconderse, ni maleta, ni casa, sentada, a punto de decidirse, casi desatornillándolo a él, al muelle.

CUENTO 3

Me equivoqué en algo, yo sí lo estaba tocando. Mi experimento podía funcionar porque un hijo siempre está tocando a su padre. En el mero cuerpo de uno, que ya era el muelle y la silla. Mi cuerpo, convertido por este laboratorio en “el último día”. En mis células podía leer su devenir, y de a momentos todas eran peces escapando de una red, o espermatozoides de puerto buscando alguna creación que los ampare. Había varias: la mía: en una excursión o en la falda de mi mujer; la de él: quien narra; la otra: el cuento. Ese que hizo de padre toda mi vida, la nena y el nene corriendo rápido e infalibles pero nunca llegando. El séptimo día, este pueblo era una constelación más de mi cuento. Las aristas que se escapan son: Ella creció y lo fue a buscar a la Capital. Lo encontró, casado, con hijos, dinero. Él reaccionó al verla, se perdió por unos minutos en la vida que había enterrado, los minutos justos para que yo, sea concebido. Ella se fue, él no pudo seguir con ella, muerto en su vida y sin esperanza. Mi mamá volvió a su casa en la costa, a unos kilómetros de acá. Era pintora y vendía sus pinturas muy bien. Cuando yo crecí, mi padre me compró un departamento en capital, en el que viví mientras iba a la secundaria que él me pagaba. Al terminar esos estudios, no encontré ningún sentido en seguir allí, no tenía lazos con el lugar, ni con mi padre. No despedimos, nos prometimos escribir, pero nunca lo hicimos. Mi madre murió no mucho después de eso, en un accidente. En algún momento él se enteró. Yo, solo, decidí ir al único lugar que tenía algo fuerte de mí, o de ellos: este pueblo.
Las marcas sueltas vueltas a juntar hacen una persona. Los números sueltos vueltos a juntar hacen un momento. Si mi padre supiese ahí sentado que lo observo, y cómo sus cálculos ya no le pertenecen. Él busca pistas, pero yo sé que son marcas desdibujadas lo que percibe, que no lo llevan a ningún lado más que a una extraña escultura sin nacimiento ni muerte. Sin embargo espera, está sentado hoy el séptimo día. Hubo movimientos usuales en el almacén y la escuela. Los cinco pescadores están mar adentro. Es inútil el conteo porque siempre existe la muerte, papá. Tu imagen es más ridícula que nunca ya, sentado en el muelle, solo, enervado en ansiedad. Tal vez los números que en tu mandíbula juntaban tu momento al de ella tan desesperadamente, sin querer preparaban una cuenta regresiva y vos no sabías qué mundo era el cero. No podías saberlo. Distraído con los postes de luz viejos, con el olor a sal usada por siglos o la falta de humanidad en ese puerto, te vi perder el equilibrio. Dudé si debía intervenir, pero, ¿cómo hacerlo? Arrodillado en el suelo debés haber percibido el olor del bote volviendo. Otra vez dudé, si debía arrepentirme o no, sobre mi experimento. No tuve respuesta, más bien un olvido momentáneo de su propósito. La luz familiar en una uña de su mano enrojecida contra el piso, se juntó con la de todas las piedritas del muelle y recordé por qué te había estado observando así. Una lágrima de tu ojo calló sobre esa uña y en vez de imaginar tu mirada oí tu voz en el agua salada antes de que se evapore en el sol sobre el cemento. Sé que me hablás a mí, y el bote ya está cerca. Hay gente de mi pueblo que aproximándose extrañamente al puerto en hora no usual, más gente de lo común, el bote trae un enorme pez en la red, no son montones de pequeñeces. Vos mirás lo mismo, el bote, y te incorporaste para sentarte en tu silla nuevamente, el puerto se pobló de voces excitadas y te rodearon sin mirarte. Los cinco pescadores parecen felices y juntos, veo tu odio, no sé a qué, pero lo veo. Nadie más lo ve. Los cacareos del pueblo cercan el pez con frases hechas. Es un pez que no puede defenderse ni recuperar su cuento. Yo sentí pena, cómo despojar a algo tan grande de su historia... Pero se cuadricula en la red y se seca en el alboroto ajeno, vos miras sus ojos, yo no. Él te habrá dejado sin motivos y es tan gris como el cemento despintado.
Ahora dudo de esta historia y me duele tu cuerpo. Es la historia de un hombre que llegó a un pueblo desconocido para no hacer nada. Un día el bote de pescadores volvió del mar con el pez más grande que el pueblo haya visto y el hombre se lanzó al agua, con un cuchillo que nadie supo por qué llevaba y comenzó a cortar la red que algo bajo el agua arrastraba al gigante atrapado. Todos recordaron entonces la presencia del hombre, algunos se tiraron a detenerlo y otros lo insultaron. El pez pudo escapar, llevando al hombre en la embestida al fondo del mar, para siempre. En mi experimento ahora el pueblo puede ser inventado.
Pero yo, debo mi historia a la mera suerte, de haber visto a mi padre en un acto de valentía.

1 comentario:

Ariel dijo...

Recuerdo haber dicho que estos cuentos son lindos.
Recuerdo casi ser asesinado por decirlo.
Realmente, hay palabras peligrosas, pero nunca imaginé lo peligrosa que es la palabra lindo...